- Javier, cómetelo todo. Me da igual si no tienes hambre, porque si tengo que esperar a que tengas hambre para que comas ¡estoy apañada! Además, ¡que no está la cosa para andar tirando comida! Venga, ve acabando.
- Pero es que yo no quiero más y el gato...
- ¿El gato? Al gato no se te ocurra darle nada, ¿eh?: el gato ya tiene su comida y si se la ha acabado, que se vaya a cazar saltamontes, que cuando quiere, bien que se come los peces del acuario de tu padre.
A mis cuatro años yo ya había descubierto que mi madre no entendía nunca nada, así que ¿para qué explicarle que no hablaba de darle de comer al gato? No, era otra cosa así que, con el tenedor, estuve removiendo el contenido del plato hasta que me dijo aburrida:
- Javier, tengo que ir a tender la ropa a la terraza de arriba. No te muevas de la silla hasta que acabes de comer y ni se te ocurra dárselo al gato ¿eh? Ve acabando que cuando baje quiero fregar los platos.
¡Y dale que te pego con que no le dé el estofado al gato! A esas alturas ya la había dejado por imposible, así que asentí con la cabeza y esperé pacientemente a que se fuera escaleras arriba con el barreño en la cadera. Después salí por la puerta de la cocina que daba al patio y le tiré al perro del vecino los restos del estofado por encima de la valla. Luego corrí al salón y con la redecilla que mi padre tenía junto al acuario pillé un pez rojo. Me lo metí en la boca con un movimiento rápido. El animal atrapado no dejaba de removerse, ni de pegar violentos saltitos. Sentí el cosquilleo de sus escamas sobre la lengua provocándome un ligero escalofrío. Le clavé los incisivos -dejó ir un regustillo ácido que me gustó bastante menos que las cosquillas- y lo escupí.
Después fui hasta el gato medio adormilado, le agarré la cola y le pegué un mordisco para quitarme el sabor del pez y descubrí que el gato sabía más dulzón... Ahora ya era todo mío.
Pero no, ahí entró mi madre y ya no pude seguir mordiéndolo: me pilló con las manos en la masa. Y claro, como siempre, no entendió nada... Emitió un grito agudísimo al ver el pez inmóvil en el suelo y al gato pegando botes con la cola medio seccionada: " Ese gato es tonto! Bien hecho hijo, espero que le hayas dado un escarmiento: con ese bocado que le has metido aprenderá y no matar más peces... Lávate la boca, cariño, lávate" me dijo acercándome al grifo "¿Te has comido todo el estofado? ¡Pero si hasta has puesto el plato en el fregadero! Muy bien hijo, así me gusta, ahora puedes ir a ver lo dibujos animados..."
Antes de que llegara mi padre recogió el pez, lo tiró a la basura y se puso a fregar los platos canturreando.
Yo me senté a ver la tele pensando que podía confirmar que mi madre -efectivamente- nunca entendía nada. Y bueno... me quedé con las ganas de saber si la oreja del gato era más sabrosa que su cola.
Hecho que pude constatar dos semanas después cuando, una tarde, mi madre se quedó traspuesta en el sofá y el periquito se escapó de su jaula...
- Pero es que yo no quiero más y el gato...
- ¿El gato? Al gato no se te ocurra darle nada, ¿eh?: el gato ya tiene su comida y si se la ha acabado, que se vaya a cazar saltamontes, que cuando quiere, bien que se come los peces del acuario de tu padre.
A mis cuatro años yo ya había descubierto que mi madre no entendía nunca nada, así que ¿para qué explicarle que no hablaba de darle de comer al gato? No, era otra cosa así que, con el tenedor, estuve removiendo el contenido del plato hasta que me dijo aburrida:
- Javier, tengo que ir a tender la ropa a la terraza de arriba. No te muevas de la silla hasta que acabes de comer y ni se te ocurra dárselo al gato ¿eh? Ve acabando que cuando baje quiero fregar los platos.
¡Y dale que te pego con que no le dé el estofado al gato! A esas alturas ya la había dejado por imposible, así que asentí con la cabeza y esperé pacientemente a que se fuera escaleras arriba con el barreño en la cadera. Después salí por la puerta de la cocina que daba al patio y le tiré al perro del vecino los restos del estofado por encima de la valla. Luego corrí al salón y con la redecilla que mi padre tenía junto al acuario pillé un pez rojo. Me lo metí en la boca con un movimiento rápido. El animal atrapado no dejaba de removerse, ni de pegar violentos saltitos. Sentí el cosquilleo de sus escamas sobre la lengua provocándome un ligero escalofrío. Le clavé los incisivos -dejó ir un regustillo ácido que me gustó bastante menos que las cosquillas- y lo escupí.
Después fui hasta el gato medio adormilado, le agarré la cola y le pegué un mordisco para quitarme el sabor del pez y descubrí que el gato sabía más dulzón... Ahora ya era todo mío.
Pero no, ahí entró mi madre y ya no pude seguir mordiéndolo: me pilló con las manos en la masa. Y claro, como siempre, no entendió nada... Emitió un grito agudísimo al ver el pez inmóvil en el suelo y al gato pegando botes con la cola medio seccionada: " Ese gato es tonto! Bien hecho hijo, espero que le hayas dado un escarmiento: con ese bocado que le has metido aprenderá y no matar más peces... Lávate la boca, cariño, lávate" me dijo acercándome al grifo "¿Te has comido todo el estofado? ¡Pero si hasta has puesto el plato en el fregadero! Muy bien hijo, así me gusta, ahora puedes ir a ver lo dibujos animados..."
Antes de que llegara mi padre recogió el pez, lo tiró a la basura y se puso a fregar los platos canturreando.
Yo me senté a ver la tele pensando que podía confirmar que mi madre -efectivamente- nunca entendía nada. Y bueno... me quedé con las ganas de saber si la oreja del gato era más sabrosa que su cola.
Hecho que pude constatar dos semanas después cuando, una tarde, mi madre se quedó traspuesta en el sofá y el periquito se escapó de su jaula...